lunes, 31 de diciembre de 2012

Realismo mágico: Cena de fin de año

Las humillaciones venían por parte de la madre la mayoría de las veces, aunque su padrastro también la regañaba. Su madre la acusaba de todos sus males y su mala suerte. Día tras día se lo recordaba; al levantarse por la mañana; al llegar la madre del trabajo; los fines de semana, siempre. Era algo rutinario, cualquier desgracia la culpa era de la chica. Ella era muy dada a las labores hogareñas, salía poco y siempre arreglaba y limpiaba la casa para que cuando llegara su madre no le reclamara. Pero eso no bastaba, igual le gritaba y amenazaba.

Su mama desahogaba su desdicha con ella, además, la enfermedad de la chica avigoraba más el resentimiento y odio de la madre hacia ella. Sufría una extraña enfermedad que la familia no soportaba. Siglos atrás la hubiesen quemado a la chica por considerarla bruja por su extraña posesión de espíritus diabólicos. Sin embargo, en estos tiempos modernos la familia desconocía muchas cosas de su enfermedad, los desconocía por apatía, ignorancia y flojera. Cuando sufría un ataque de esa extraña enfermedad, la dejaban tirada en el piso y esperaban a que ella sola se repusiera.

Varias veces habían intentado desalojarlos de la casa donde vivían, pero no lo habían conseguido, puesto que el padrastro alegó a las autoridades que allí vivían dos menores de edad: su hija y su nietastro; este último era hijo de la chica. El padrastro logró conseguir una protección legal para evitar ser desalojados, escoltado con los dos menores. Esto le proporcionaba a él un poder excepcional dentro de la casa; poder para gritar, romper sillas, reclamar por falta de comida, quejarse por no tener ropa limpia y una independencia absoluta para irse a cualquier hora y regresar borracho. Extraño es que el padrastro siempre le increpaba a la madre por no echar a la chica de la casa, sus constantes ataques por su enfermedad eran motivos suficientes para que no viviera más con ellos, pensaba el padrastro.

Ellos: madre, hija, la chica y el niño sentían que vivían dentro de una prisión dominada por un tirano. No había escapatoria, no tenían a donde ir. Peor era marcharse y quedar sin techo ni cama donde dormir, al menos allí tenían además de protección ante el peligro de la calle un baño para asearse y una mesa donde comer, aunque casi siempre faltaba comida, a veces solo comían una ves al día, el padrastro compraba poco y no compartía con la chica, solo para los demás. Para él, ella era un estorbo que vino con su madre.

Para la cena de navidad, había muy poca comida. La chica quería cocinar para esa noche pero con tan pocos ingredientes no se atrevió a preparar nada. Esa semana, antes de finalizar el año el padrastro intentó botarla de nuevo de la casa, pero no pudo. Era cuestión de que al terminar las festividades volviera a intentarlo y la chica pensó: “a mi sola no me botan, si me botan nos iremos todos”.

La cena para fin de año era más abundante. El padrastro compró un pavo a bajo precio por estar vencido, estas rebajas era usuales en el mercado y la madre trajo verduras y especias, Así trascurrió el resto del último día de ese año, mientras el padrastro se emborrachaba, la madre y la hija se arreglaban en el salón de belleza para despedir el año. La chica se quedó en la casa preparando la cena. A la familia la habían invitado a un baile unos vecinos pasada la media noche. Baile en el que solo asistirían la madre y la hija, puesto que el padrastro estaría muy borracho y se iría a dormir para cuando empezara el baile y la chica obvio que no la llevarían, se quedaría con su hijo durmiendo. Su hijo le ayudaba con la cena, lavaba las cebollas y las papas, desechaba la basura restante de la tarea de cocinar. Ella condimentaba el pavo antes de hornearlo y preparaba la salsa que era tan amarilla como la llama de una antorcha.

Llegada la noche, la chica no tuvo casi tiempo de arreglarse, usó el mismo vestido de todos los años. Sirvió la cena, ya estaban todos, el padrastro borracho, la madre insoportable pero bien arreglada al igual que la hija gritona que pedía comida, el niño recién bañado y vestido y ella casi sin peinar. Sentados en la mesa, ella Silvia a los cuatro, arrimó una silla entre el niño y la hija, casi no le daban espacio y se sirvió de último. Comieron y rieron con el estomago llego. Ni siquiera agradecieron a la chica por la cena, ni siquiera la miraban, solo parloteaban entre ellos, únicamente el niño la molestaba avisándole que le sirviera más agua o le diera más pan para mojar con la salsa.

La chica se cansó de tantos malos tratos, consiguió el veneno más potente que existía, un polvo amarillento como el curry, así preparó la cena de fin de año…

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