Todo empezó cuando mi papá no quiso llevarme al circo, desde ese momento mi vida sentimental cambió. Y todo porque yo era muy asustadizo en la calle. Una vez, dentro de un ascensor, las personas empezaron a gritar y entré en pánico; en otra ocasión, una pelea de unos desconocidos en la calle hizo que mis nervios explotaran.
Pero nada comparado con unas navidades que mis padres decidieron viajar a La Puerta y “Los Aleros” en Mérida. La Puerta, es un pueblito que sólo puede dejarte buenos recuerdos. Es un lugar muy simpático, tranquilo y agradable, está decorado con flores y venden chocolate caliente con fresas en todas partes. La gente es muy amable y cortés con los visitantes.
Los Aleros, es un pueblo turístico que mantiene las tradiciones de la Venezuela de antaño con personajes disfrazados que acompañan el paseo. Al llegar a la entrada, te montan en un autobús decorado a la antigua y un guía va animando el trayecto. Hasta eso momento todo marchaba de maravilla. De repente, oí un grito estruendoso y macabro por la parte trasera del autobús y dos monstruos disfrazados de payasos irrumpieron en el vehículo asustando a sus ocupantes. Grité tanto que empecé a insultar a todos con groserías por estar en esa incómoda situación y mis padres no lograban calmarme, esa era la bienvenida.
Al llegar a la entrada del pueblo, a los visitantes le entregaban una especie de pasaporte y en la caseta de visados estaba puesto un muñeco en una silla, vestido con trapos harapientos marrones y grises, con un sombrero de paja y sostenía en sus manos un cartelito que decía algo. Pues, una vez que lo visitantes tenían su pasaporte, seguían por el pasillo donde estaba el susodicho muñeco y de la nada el muy desgraciado pegaba un brinco y te asustaba.
Pero lo peor estaba por sucederme, en ese pueblo turista fantasma tradicional de antaño las cabras se paseaban libremente por las calles. Iban pastaban en manadas con sus cabritas y los turistas las alimentaban, las acariciaban y se sacaban fotos con ellas. En un descuido de mis padres, corrí hacia una de las cabritas, ésta me llegaba por la cintura pero en su instinto natural, la cabrita con sus pequeñísimos dos cachitos recién salidos como chichones arriba de sus ojos me dio una cornada en todo el rabo que me hizo volar unos metros por el aire.
El suceso alborotó la aparente pasividad del lugar y la locura se apodero del ambiente tan calmado de ese maldito pueblo. Gran parte de los visitantes observó como la cabrita corría hacia mí y me golpeaba, cuando caí al piso sólo escuchaba gritos, desesperos. El sabor amargo de tierra en mi boca se mezcló con mis lágrimas saladas y ver correr una gran masa de gente hacia mí me traumó más. Mi mamá era la que más gritaba, en su ataque de histeria contribuía más al caos y a la confusión. Con este infortunio terminó el día con los sustos más desagradables en mi vida… Como esa vez que un borracho partió una botella y mis ilusiones se fueron con esos vidrios rotos en la cola para entrar al circo.
Pero nada comparado con unas navidades que mis padres decidieron viajar a La Puerta y “Los Aleros” en Mérida. La Puerta, es un pueblito que sólo puede dejarte buenos recuerdos. Es un lugar muy simpático, tranquilo y agradable, está decorado con flores y venden chocolate caliente con fresas en todas partes. La gente es muy amable y cortés con los visitantes.
Los Aleros, es un pueblo turístico que mantiene las tradiciones de la Venezuela de antaño con personajes disfrazados que acompañan el paseo. Al llegar a la entrada, te montan en un autobús decorado a la antigua y un guía va animando el trayecto. Hasta eso momento todo marchaba de maravilla. De repente, oí un grito estruendoso y macabro por la parte trasera del autobús y dos monstruos disfrazados de payasos irrumpieron en el vehículo asustando a sus ocupantes. Grité tanto que empecé a insultar a todos con groserías por estar en esa incómoda situación y mis padres no lograban calmarme, esa era la bienvenida.
Al llegar a la entrada del pueblo, a los visitantes le entregaban una especie de pasaporte y en la caseta de visados estaba puesto un muñeco en una silla, vestido con trapos harapientos marrones y grises, con un sombrero de paja y sostenía en sus manos un cartelito que decía algo. Pues, una vez que lo visitantes tenían su pasaporte, seguían por el pasillo donde estaba el susodicho muñeco y de la nada el muy desgraciado pegaba un brinco y te asustaba.
Pero lo peor estaba por sucederme, en ese pueblo turista fantasma tradicional de antaño las cabras se paseaban libremente por las calles. Iban pastaban en manadas con sus cabritas y los turistas las alimentaban, las acariciaban y se sacaban fotos con ellas. En un descuido de mis padres, corrí hacia una de las cabritas, ésta me llegaba por la cintura pero en su instinto natural, la cabrita con sus pequeñísimos dos cachitos recién salidos como chichones arriba de sus ojos me dio una cornada en todo el rabo que me hizo volar unos metros por el aire.
El suceso alborotó la aparente pasividad del lugar y la locura se apodero del ambiente tan calmado de ese maldito pueblo. Gran parte de los visitantes observó como la cabrita corría hacia mí y me golpeaba, cuando caí al piso sólo escuchaba gritos, desesperos. El sabor amargo de tierra en mi boca se mezcló con mis lágrimas saladas y ver correr una gran masa de gente hacia mí me traumó más. Mi mamá era la que más gritaba, en su ataque de histeria contribuía más al caos y a la confusión. Con este infortunio terminó el día con los sustos más desagradables en mi vida… Como esa vez que un borracho partió una botella y mis ilusiones se fueron con esos vidrios rotos en la cola para entrar al circo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario